Lugares
personales
Antón Hurtado
GALERIA
DE ARTE
Juan Manuel Lumbreras
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Del 30 de Octubre al
25 de Noviembre de 2006
Referencias en prensa
El
País
ABC
El Correo
Periódico
Bilbao
Gara
Caminante
inquieto
Texto del catálogo
Lugares
personales
(Oficio de paciencia)
Mikel Iriondo
Siempre
ha existido un afán por comprender, por desentrañar el corazón
secreto de todo lo que nos rodea. El asombro ante la existencia va unido
al titánico esfuerzo de poner orden, de configurar un mundo habitable.
Si acaso lográramos sencillez en nuestra manera de ver y comprender
cuanto nos circunda y una suave benevolencia en nuestro trato con el prójimo,
el camino recorrido no podría estimarse como baldío. La
permanente dificultad del acuerdo y la obligada entrega a esa lucha cotidiana
que nos hace humanos, realimenta una llama que arde a la medida de nuestra
esperanza. El débil fulgor de este ánimo busca por doquier
razones para perseverar, para avivar su propia luz y proyectarla a la
complejidad de lo humano. Y no hay más, puesto que no hay otro
universo que aquel que elaboramos a nuestra medida.
Desde antaño los esfuerzos ante la diversidad, esa especie de caos
innombrable, han llevado a pergeñar alternativas que permitan soportar
el peso de la existencia. Este “ser caído en el mundo”
difícilmente ha sobrellevado con alegría su destino inexorable
e incluso la asunción del azar y la apuesta nietzscheana por un
mundo humano enajenado de lo divino, no es más que otra página
de heroísmo intelectual tratando de apaciguar el desaliento. Este
bregar frente a la opacidad es lo que nos identifica como humanos, lo
que nos permite elaborar tablas de sujeción temporales. El remedio
a ese mal que paradójicamente constituye el inaudito regalo de
la vida, ha tomado múltiples vertientes, de las que aquí
apuntaré cuatro: la religión, la filosofía, la ciencia
y el arte.
Existe una evidencia que siempre tiende a solaparse: si algo tiene valor,
sea éste positivo o negativo, es porque se inserta en nuestra existencia
finita. Si fuéramos inmortales, nada en absoluto merecería
la pena. Admitir la caducidad puede resultar insoportable, y en no pocas
ocasiones nos refugiamos en una promesa de felicidad eterna, en esa vida
futura que las religiones prometen. No en vano el poeta portugués
Fernando Pessoa dijo aquello tan soberbio de que “la religión
es una teoría científica para que dure el universo”.
Siguiendo un esquema clásico de separación entre el terreno
de la fe y el de la razón, no parece pertinente dar razones en
el terreno de la creencia puesto que se trata de una dimensión
personal e inefable, aunque a veces se vuelva inaguantable cuando trata
de convencer, por la fuerza, al incrédulo o al disidente. El filósofo
Clément Rosset lo ha dejado meridianamente claro: “la creencia
no espera ninguna confirmación de la experiencia por razones obvias,
puesto que no hay en ella ninguna idea que pueda ser intelectualmente
confirmada”
Las razones de la Filosofía, o mejor dicho, las razones de los
filósofos, han pecado a menudo de un nivel de abstracción
que las elevaba dos palmos por encima del sentido común humano.
El malogrado filósofo Laurent Michel Vacher, enemigo de todo elitismo
erguido en el pedestal del discurso oscuro e ininteligible, decía
irónicamente que “la principal función de la filosofía
es la de acreditar tonterías desacreditando evidencias”.
Los filósofos tradicionales nos prometían un mundo mejor
si ajustábamos la realidad a los ideales, que por otra parte suponían
desenterrar las claves ocultas de la existencia. O sea, que el filósofo
desentrañaba el lenguaje del mundo y, generoso, nos lo entregaba
para disfrute universal. El lego, incontables veces, no acertaba a comprender
tan sofisticado lenguaje y, así, el esclavo que dialogaba con Sócrates,
si bien al principio no sabía por donde guiar su pensamiento, acababa
por descubrir, supuestamente por su propio esfuerzo, la verdad oculta
de los diferentes problemas. Ahora bien, ¿surgía este saber
del propio esclavo o era guiado por el maestro hacia la verdad? Si era
Sócrates quien le conducía hacia tan transparentes reinos,
¿por qué confiar en la verdad del pedagogo? Kant, afortunadamente
, fue más lejos con su “atrévete a pensar”,
donde la autonomía personal no estaba supeditada a ningún
lazarillo socrático.
Lo sorprendente, sin embargo, es que a medida que ha transcurrido el tiempo
gran parte del pensamiento filosófico, despreciando la divisa de
la sencillez, ha caído en arcanos y subterfugios incomprensibles,
en una especie de aristocracia intelectual no accesible a los no iniciados.
En esto tenía razón L.M.Vacher. Algo idéntico ha
pasado con el arte, no nos engañemos, en cuanto se ha visto atrapado
entre las redes del texto, del discurso, porque ahora parece que es la
gramática la que dictamina sobre la legitimidad de las preguntas
y propuestas. Resulta gracioso encontrarnos con estos adoradores de lo
incomprensible, de todo lo ambiguo por explosión semántica
incontenible, de lo vano y vacío, en suma, con aquellos nihilistas
amigos de la nada que, eso sí, exigen mucho trabajo neuronal al
despistado. Existe un proverbio sueco que ilustra todo esto magistralmente:
“la sabiduría inútil sólo se diferencia de
la tontería en que da mucho más trabajo”. Sencillamente
insuperable.
Por ello, no tiene sentido sorprenderse cuando, al acudir a una librería,
los textos filosóficos se hallan entreverados con los manuales
de autoayuda, los libros de teosofía o los esoterismos más
diversos. La fe en desentrañar las claves de lo existente nos conduce
ahora hacia el Oriente o a la lectura jeroglífica a la manera del
“Código da Vinci”. Todo es cuestión de perseverar
y dar con el sendero adecuado: existe un lenguaje que nada más
ser pronunciado por el experto nos abre las puertas que comunican con
el Universo Verdadero. Unos saben, los demás esperamos la revelación
para que suene la flauta, el melodioso sonido de los goznes del portón
hacia ese mundo cristalino.
Si Kant levantara la cabeza también se asombraría de los
derroteros de la ciencia. El carácter pragmático y experimental
de las disciplinas científicas ha ido sustituyendo su decurso falible
por la fe en la infalibilidad de la técnica. El poder técnico
de constricción, de dominio, ha sustituido al afán liberador
de la experiencia científica que no se detenía en verdades
sino que confiaba en la posibilidad de enmendar lo dicho. La contingencia
del saber científico ha sido sustituida por la necesidad del imperio
de la técnica. Parece que frente al inseguro asidero de lo posible,
los humanos preferimos la fosilización de lo perpetuo, de lo inamovible,
mientras paradójicamente nos movemos no sin esperanzas de mejora.
Como ya dijera Galileo con respecto a la Tierra: “Y sin embargo,
se mueve”. Esperemos tener mayor fortuna y poder indultar nuestra
condena, esta parada técnica.
Del arte, que es lo que nos reúne ante esta exposición de
mi amigo Antón Hurtado, diré que se han dicho últimamente
demasiadas tonterías. La principal de ellas, que ha muerto. Efectivamente,
si uno cae en la trampa de las redes textuales, todo acaba en aquello
que se dice del arte y ese carácter reflexivo de la experiencia
artística fulmina la obra para potenciar la narrativa, sea filosófica,
poética (¡cuánto texto indigerible se ha escrito!)
o de cualquier otro tipo. Sin embargo, aquí estoy, escribiendo
sobre arte, incurriendo en un círculo vicioso semejante a la pescadilla
que se muerde la cola. Por eso, cual Barón de Munchausen, sólo
podré salir de este atolladero, de este charco cenagoso en el que
me he metido, estirando hacia arriba de mis propios pelos.
Soy de la opinión que el arte, lejos de morir, aunque de cierto
muere cuando se torna previsible y se hace repetitivo, busca a cada momento
emerger de nuevo, y de hecho y sorprendentemente, se producen nuevos alumbramientos.
El arte permite proponer nuevas alternativas a las visiones obsoletas
y estereotipadas. El decurso de Antón Hurtado a lo largo de sus
ya muchos años en la pintura no ha sido fácil, siendo además
el propio artista quien se ha planteado nuevos retos en el camino, tratando
así de huir del encasillamiento. Posee una técnica sobrada,
pero esto nunca le ha parecido suficiente, pues los logros de ayer son
retos para mañana y no conviene dormirse entre los pinceles. Sabe
que no duplica nada, que no persigue una representación de la realidad,
sino que trata de ofrecernos un fragmento de experiencia, un motivo que
no necesita nombrar. Tampoco sabe a ciencia cierta si se expresa, a pesar
de que este sea un concepto repetido hasta la saciedad, y sin el menor
fundamento, entre los artistas, puesto que existe una diferencia insalvable
entre aquello que originalmente se intuye perseguir y lo que finalmente
se logra. Por eso, idénticos temas se repiten sin cesar tratando
de que la intuición primera acuerde con un grado de satisfacción,
ante la obra terminada, lo más elevado posible.
Pinta Antón sus lugares personales, pues en rigor ningún
artista puede sustraerse o hurtarse esta posibilidad, todo lo humano es
personal, aunque no implique necesariamente el consabido “me expreso”.
Lugares que no son territorios reconocibles en un mapa cartográfico,
sino espacios habitados por sus preocupaciones, por sus esperanzas, por
sus deseos de hallar un refugio manso, la añorada benevolencia
del sosiego. Hay figuras que le persiguen, sean pictóricas o escultóricas,
y él les persigue a ellas hasta darles fugaz alcance mientras se
le escapan de nuevo, aunque quizá permanezca esa estela de color,
esa especie de aura que dilata el artificio. Tarea ímproba la del
artista que nos trae ante los ojos la perplejidad de su mirada, de esa
experiencia que se ha ido enriqueciendo con el tiempo. Incluso nos propone
hallar cobijo en un espacio íntimo, que puede ser el del artista,
o el nuestro propio. Es el ámbito del mirar con sentido, apartados
de lo habitual, encerrados en el gratuito juego de una promesa siempre
inagotable. |
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